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Memorias de un venezolano en la decadencia (I)

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En el año del cataplún, en 1990, Barquisimeto era un gran pueblo con menos de un millón de habitantes, equidistante entre los campos petroleros del Zulia, el núcleo económico del país, y Caracas, el centro simbólico del poder. De mentalidad provinciana, con 4 ó 5 cines comerciales y un solo teatro, las expresiones culturales giraban en torno al folklore sonoro del cual la ciudad mostraba su pecho inflado de orgullo frente a todo el país. Esta circunstancia, por la que Barquisimeto era conocida como capital musical de Venezuela, era muy bueno para todos y todas… menos para quienes nos gustaba la música rock. Entre el espanto y el desprecio, algunas bandas de rock intentaban sobrevivir bajo los crepúsculos larenses sin mucha suerte: con alquileres de sonido prohibitivos, sin espacios para presentarse , con estudios de grabación inalcanzables por su costo, sin canales para mostrar y circular sus precarias grabaciones. Como si lo anterior no fuera suficiente, entre los ambientes de izquierda, que gozaban de buena salud en aquella tierra semidesértica de cujíes y tunales, el rock era visto, palabras más palabras menos, como una muestra irrefutable de la penetración degradante del imperialismo norteamericano. Ser rockero, en síntesis, era toda una proeza que no muchos podían sobrellevar con estoicismo y dignidad.

Las estaciones de amplitud modulada (AM) del espectro radiofónico local eran, por decirlo elegantemente, refractarias a las bandas cultoras del rock and roll en cualquiera de sus géneros. Las estaciones de frecuencia modulada (FM), que a pesar del poco tiempo de transmisión eran las más populares, se decantaban entre los estilos denominados tropicales y esos sub géneros que calzaban dentro del impreciso concepto de “adulto contemporáneo”. Por eso era posible, en determinados horarios y programas especializados, escuchar alguna agrupación de pop rock que estuviera punteando en la lista mundial de los más vendidos, pero nada más. No valían trucos baratos como aquello de telefonear insistentemente, simulando diferentes tonalidades de voz, para hacer peticiones de temas de nuestros artistas preferidos.

En aquel valle de lágrimas en donde sufríamos y llorábamos los rockeros guaros, en medio de la mayor de las soledades –recuérdese que eran días en dónde no existía internet ni la televisión por cable-, sin embargo, teníamos un salvavidas del cual nos aferrábamos con todas nuestras fuerzas: Radio Nacional de Venezuela (RNV). En dicha época este circuito radial con alcance a toda la república, que transmitía desde la lejana Caracas, no era el refugio de los evangélicos y predicadores que la caracterizan en este 2009, cuando esto se escribe. RNV saludó la década de los noventas siendo una estación que se parecía bastante a esas emisoras de servicio público administradas por Estados en otras latitudes. Tenía, como no, su noticiero y sus programas “educativos”, pero en horas de la tarde, lo cual se acrecentaba en el horario para noctámbulos, una serie de locutores desarrollaban diferentes programas destinados a melómanos, entre los cuales se encontraban varios que dedicaban sus espacios a la siempre incomprendida música rock. Por aquellos presentadores y presentadoras elevábamos nuestras plegarias, diariamente, a la Divina Pastora.

Uno de ellos, cuyo nombre he depositado en el barril sin fondo de mi memoria, conducía un programa todos los lunes entre, si mal no recuerdo, las 9 y 12 de la noche. Con vocación pedagógica, iniciaba su recorrido musical desde el rock and roll de los años 50´s, con generosidad de nombres y detalles, subiendo, a medida que caminaba el horario de transmisión, a las décadas de los 60´s, 70´s y 80´s, en donde finalizaba su viaje musical. Aquel programa era casi una biblia del rock, recibiendo reportes telefónicos de audiencia desde los rincones más apartados del país.

Sin embargo, nuestros locutores estrellas eran la pareja que asumía la programación a finales de la tarde entre lunes y viernes: Polo Troconis y Maritza Esparragoza. Por separado, o realizando programas en conjunto, cada uno radiaba las novedades musicales del rock iberoamericano, un género que bajo la etiqueta de “rock en tu idioma” se expandía como una taza de café ladeada sobre el mantel, tanto por el continente como por la denominada madre patria. En aquellos programas escuchamos por primera vez, o aumentábamos nuestro magro repertorio, las propuestas que con el tiempo se volvieron icónicas del movimiento de rock sudaca. Nuestras reverencias eran para las canciones, que cuidadosamente grabadas en formato cassette eran atesoradas como doblones de oro, de producciones o agrupaciones que no habían sido editadas en Venezuela. Fue así como escuchamos nombres ajenos que luego formaron parte de nuestro acervo: Patricio Rey y los Redonditos de Ricota, Sumo, Los Abuelos de la Nada, Barricada, Leño; o canciones desconocidas de algunos de los héroes de nuestro panteón: Fito Páez, Charly García, Soda Stereo, Miguel Ríos, Duncan Dhu, Caifanes, Enanitos Verdes, Los Prisioneros, Miki González, Radio Futura, entre otros. Además, para nuestro total y absoluto deleite, Polo y Maritza radiaban bandas venezolanas, desde las clásicas como La Misma Gente, como las propuestas nuevas como Sentimiento Muerto, Desorden Público, Zapato 3, Seguridad Nacional, El Enano de la Catedral, Spias o Los Gusanos, por nombrar algunas. Debido a RNV, creíamos que, como mahometanos, Caracas era la meca a la cual teníamos que peregrinar de vez en cuando para ser rockeros de verdad.

Si tenías una banda y grababas algún tema, el non-plus-ultra de aquel tiempo era que te programaran en Radio Nacional. Por estas emisiones de RNV nos informábamos de los escasos conciertos que hacían en la ciudad, o escuchábamos saludos de los panas y vecinos a la pareja, de la cual comentábamos, en nuestras conversaciones cotidianas, como si fueran nuestros amigos de toda la vida. Pero como dicen, que de lo bueno hay poco, a mediados de los noventas alguien de arriba decidió reestructurar la programación y dejar fuera al rock en tu idioma, cosa que nadie protestó, ni siquiera las bandas locales que tenían en RNV la única ventana de difusión radial a todo el país. Después se desarrollarían otras propuestas, tanto en FM como en televisión, que de alguna manera mantuvieron cierto nivel de información y difusión. Sin embargo, las emisiones de Polo y Maritza llenaron un espacio, cuando más nadie lo hacía, de programar la música que tanto amábamos y que nadie más se atrevía a poner al aire, lo cual los ubica, convenientemente, en el museo inexistente de los cultores del rock en Venezuela. (Publicado en Exilio Interior edición 2)

 

Por Rafael Uzcategui

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